Hija de padres exiliados, en 1975, cuando tenía apenas ocho años, Millaray se fue a vivir a Francia con su familia. Estando ahí, su padre, que no pudo ejercer como periodista por el idioma, tomó un curso para ser técnico electrónico, y ella tuvo sus primeros acercamientos a ese mundo. Hasta entonces, amaba la literatura de ciencia ficción de los años 50 –de hecho, cuando tenía que leer un libro para el colegio, le pedía a su hermana que lo leyera y luego le hiciera un resumen, para que ella pudiera leer sus novelas–, pero su mayor interés estaba puesto en ser médica veterinaria.
Estudió en un liceo en el sur de Francia y luego de realizar el bachillerato en matemática y ciencia se fue a vivir a Argelia. Pero al minuto de querer entrar a medicina veterinaria, no le convalidaron los estudios superiores. La alternativa, dada su elección de bachillerato, era la de entrar a estudiar tecnología. No era su primera opción, pero el ‘cacharreo’, como dice ella, ya la había intrigado. “Abrir un equipo electrónico y ver lo que hay adentro es fascinante, y creo que esa curiosidad surgió con el curso que tomó mi papá. Ambos, de hecho, me apoyaron y me incentivaron en esa decisión”.
En los ochenta se fue de Argelia a Cuba, donde terminó de estudiar Ingeniería Electrónica, y a finales de los noventa se fue a Santa Catarina, Brasil, donde finalmente se especializó en Inteligencia Artificial, a lo que se dedica hoy.
Es profesora de los cursos Procesamiento Digital de Señales e Introducción a la Inteligencia Artificial en la Universidad de la Frontera, en Temuco, y junto a colegas del Departamento de Ingeniería Eléctrica y en asociación con el Observatorio Volcanológico de los Andes del Sur (parte del SERNAGEOMIN), está desarrollando un proyecto que tiene por objetivo automatizar algunas etapas del proceso de monitoreo de los volcanes.
“Los volcanes emiten todo tipo de señales, de contenido químico, deformaciones, y muchas más, pero nosotros nos avocamos principalmente a registrar su actividad sísmica, que es distinta a la tectónica, porque tiene menos intensidad. La idea es desarrollar herramientas tecnológicas que apoyen ese proceso de monitoreo constante (se los vigila 24 horas al día). Tengo la convicción de que en algún minuto estas tecnologías van a reemplazar a las personas en esas etapas, pero eso no ha pasado aun”, dice.
Y es que Millaray explica que en la Cuarta Revolución Industrial –que tiene que ver principalmente con la organización de los procesos y medios de producción, y del cual se empezó a hablar en los dos miles– predomina, al igual que en la tercera, la automatización, con la única diferencia de que ahora las máquinas tienen más autonomía y toman decisiones importantes.
En ese sentido, como explica, la coexistencia entre los humanos y la tecnología ha estado marcada por la competencia, y desde el siglo XIX esa competencia se ha vuelto menos amigable; las máquinas quitan el trabajo y generan crisis, y eso solo podría ser agudizado en esta cuarta etapa de la revolución. Por eso, como explica, es tan importante democratizar las tecnologías y, en consecuencia, volver a ponerlas en su lugar. O en un nivel en el que generen y faciliten bienestar en la vida de las personas. “La Cuarta Revolución va con o sin eso, pero lo ideal sería que aportara y que sirviera para generar mayor equidad y entregarle mayores oportunidades a los ciudadanos comunes y no solo a las empresas”, dice.
¿Cómo se logra eso?
La tecnología se aplica en función del ideal que hay detrás. Por eso es tan importante que en la creación de tales haya diversidad, para que operen desde ahí. En esencia, la tecnología debiese facilitar la vida del ser humano, debiese servir para democratizar la información, pero eso no ocurre si no se democratiza primero la tecnología en sí. En estricto rigor, debiese facilitar la generación de energías renovables, una mejora en los diagnósticos y tratamientos médicos, un monitoreo de la evolución del cambio climático, entre otras cosas. Debiese poder ser usada en pos del fortalecimiento de distintas luchas, no solo de los intereses de las empresas, sino que del ciudadano común, del agricultor, de la mujer campesina, de los pueblos indígenas. Y ni hablar en educación, son infinitos los usos que se le podría dar a la tecnología en pos de ayudar a las poblaciones marginalizadas.
Por eso hay que reapropiarse de ella.
Mientras más mujeres, más indígenas y más minorías estén detrás las tecnologías, más van a ser los escenarios en los que se van a poder aplicar. Ese es el desafío entonces, lograr que la tecnología sea una herramienta de ayuda y no una amenaza.
¿Pero cómo la volvemos a poner en su lugar? ¿A través de políticas públicas?
No veo otra forma si no es a través de políticas públicas pero también mediante la creación de un modelo de desarrollo que ponga al ser humano y el buen vivir al centro. Eso es algo fascinante de los pueblos originarios; tienen una espiritualidad muy desarrollada pero el concepto del buen vivir, que tiene que ver con considerar al ser humano en un equilibrio con la naturaleza y con su propio ser, y con no usar más de lo que se necesita, es lo prioritario. Tiene que ver con no ir más allá, para que todo esté en armonía. Esos son, a mí juicio, los valores que deberíamos propiciar para que la tecnología no nos amenace.
En tu trayectoria profesional, ¿con cuántas mujeres te has topado?
Hay muy pocas mujeres en mi rubro, sobre todo en Chile. En Argelia, por ejemplo, que es un país islámico y se podría pensar que muy conservador en ese sentido, no pasa lo mismo. La cantidad de hombres y mujeres que ingresan a carreras tecnológicos es más o menos equitativa. En Cuba tampoco se produce esa desigualdad, pero acá a veces tengo cursos en los que no hay ninguna mujer. Son carreras que lamentablemente han sido mayormente habitadas por hombres, por un tema cultural. De hecho, uno lo empieza a ver en la adolescencia; las mujeres empiezan a sentir que no son capaces, en las casas se fomenta esa división y en el colegio se refuerza. Pero hay que saber que la ingeniería tiene mucha relevancia y va tener aun más, porque va estar metida en todo nuestro quehacer cotidiano. Si no tenemos mujeres en estos ámbitos, todo este desarrollo va estar cojo y sesgado.
Millaray, cuya familia por parte de padre es mapuche, pertenece hoy a dos agrupaciones forjadas en la Universidad de la Frontera; ATMA, o Asamblea Triestamental Feminista, y la agrupación mapuche Txokiñche. Esta última surgió luego del asesinato de Camilo Catrillanca, que fue, como explica ella, la gota que rebalsó el vaso. “Nos reunimos en la universidad y armamos esta agrupación para visibilizar la cultura mapuche, y justo calzó con la ley que le exige a las universidades estatales regionales que incorporen la cosmovisión de los pueblos originarios a sus perspectivas. Eso es muy lindo porque por primera vez no se trata de una dinámica desigual, en la que el mundo occidental incorpora al mundo indígena, es algo más simétrico y horizontal y por ende mucho más esperanzador”.